lunes, 27 de abril de 2009

ELOGIO DE LA LECTURA

Elogio de la Lectura 2009

La Lectura como recompensa

Me recuerdo sentada
en la calle sin aceras de mi infancia
con un libro en las manos.
Mi cuerpo diminuto
cabía en el umbral.
En las horas de siesta,
cuando nada sucede,
esperaba sentada
con un libro en las manos
que todo sucediera.

Esta escena hay que situarla en Navaconcejo, pueblo del Valle del Jerte. Sería verano y yo tendría ocho o nueve años cuando empecé a leer por placer. Como en mi casa había pocos libros, recuerdo que los primeros me los prestaron unas vecinas de Madrid que venían en verano a mi pueblo. Eran novelas de Los cinco, de Los siete, de Sissí emperatriz. Antes de esos libros, solo habían llegado a mis manos textos escolares y algunos relatos de aventuras. Recuerdo las Lecturas escolares donde por primera vez me topé por escrito con algunos poemas y recuerdo la fascinación que ejercieron sobre mí aquellos textos que invitaban a ser leídos una y otra vez hasta aprendérselos de memoria: “La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?” o “El lagarto y la lagarta / con delantalitos blancos / han perdido sin querer / su anillito de casados” o “Arbolé arbolé / seco y verdé. / La niña del bello rostro / está cogiendo aceituna. / El viento, galán de torres, / la prende por la cintura”. Recuerdo unos pocos cuentos ilustrados, casi todos regalo de mi tía Juana que vivía en Plasencia, donde sí había librerías. Como los leí tantas veces, me resulta sencillo rememorar sus páginas y sus ilustraciones: El enano saltarín, Oliver Twist, La pequeña Dorrit, El último mohicano, La conquista del oeste y alguno más. Recuerdo haber encontrado por casa un volumen antiguo de Los viajes de Gulliver que por supuesto leí y releí llena de asombro ante la eventualidad de que el protagonista pudiera ser en un país un gigante y en otro un enano. Enorme lección para la vida.

Antes de que los educadores y los progenitores se percataran de su importancia, la lectura era un verdadero artículo de lujo. Solo se podía leer si las demás tareas se habían terminado. Así, yo recuerdo haberlo hecho todo a la carrera —las tareas de la casa, los deberes, los recados, mi pequeña aportación a los trabajos de recolección de las cerezas y hasta las mantelerías que nos obligaban a coser a las niñas— para poder sacar un rato, por pequeño que fuera, para leer. Conseguir ese momento a solas con el libro era un verdadero milagro y de ahí me vino a mí la idea de que leer era una especie de recompensa a la que solo se accedía cuando se había cumplido con las obligaciones.

Lo bueno de poseer pocos y no siempre doctos libros y de tener madera de lectora es que, como Cervantes, lo lees todo, desde las revistas de Santa Rita y el Promotor que se recibían en casa de mis abuelos hasta los prospectos de los medicamentos. Por ejemplo, recuerdo haber leído una gran cantidad de postales que guardaba mi abuela en el desván dentro de una maleta de madera. Todas eran de familiares emigrados a Madrid y al País Vasco y contaban más o menos lo mismo, pero era bonito imaginar los lugares que mostraban y seguir los trazos de la cuidada caligrafía de cada remitente. En esa casa donde pasé tantas horas de la infancia también leí algunas novelas de Marcial Lafuente Estefanía porque mi abuelo Dionisio era aficionado al género. Lo mismo sucedía con las fotonovelas que mi tía Mari traía por bolsas cuando venía de Madrid. Más tarde recuerdo otros libros que creo que procedían de la biblioteca del colegio donde estudié en Plasencia: Las Rimas de Bécquer, La dama de las camelias, varios de Galdós, algunos de Delibes y aquellos best sellers que se titulaban El diario de Ana Frank, La muerte está en el camino y La vida sale al encuentro. Por esos años leí mucho La Biblia, que además era un libro al que nadie ponía ninguna objeción.

Mi amigo Miguel Ángel tenía hermanos mayores que leían y en varias ocasiones me prestó libros que yo me llevaba al campo durante la recolección de las cerezas. También me prestaba libros Angelines, una amiga de mi madre que reunía colecciones de clásicos. Por esa época mi madre se apuntó a Círculo de lectores, con lo que el número de libros fue aumentando. En las horas de siesta me iba junto a un arroyo y, tumbada entre las raíces de un aliso, recuerdo haber leído los títulos más variados: Pepita Jiménez, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Viaje a la Alcarria, La Colmena, Pabellón de reposo, La familia de Pascual Duarte, Nada, El Jarama, Otra vuelta de tuerca de Henry James, Rebelión en la granja, Mi idolatrado hijo Sisí, Cinco horas con Mario, Pantaleón y las Visitadoras y un largo etcétera. De un verano a otro crecían las lecturas y crecía mi cuerpo, que ya casi no cabía entre las raíces. Asocio muchos libros a ese lugar maravilloso y todavía hoy cuando paso por allí puedo sentir la emoción de las palabras entre el murmullo del agua.

Así —de prestado y casi de manera furtiva, sin selección, sin censura y en una libertad solo condicionada por la escasez— transcurrió mi iniciación a la lectura. Pero yo creo que hubo un antes y un después para mí como lectora que fue el descubrimiento de Gabriel García Márquez. Estábamos ya en 1982, el autor acababa de ganar el premio Nobel y yo de cumplir quince años. Recuerdo que el primer libro suyo que leí fue La hojarasca. Era tan distinto a todo lo que yo había visto hasta entonces y me impresionó tanto el descubrimiento que me dediqué a buscar y a leer toda su obra. Lo busqué todo, lo leí todo y cuando se acabaron los libros volví a comenzar Cien años de soledad y Crónica de una muerte anunciada. Siempre que recomendaba a alguien alguna de estas novelas decía: “Te envidio porque vas a disfrutarla por primera vez”. Cuando ya lo había leído todo tuve que esperar hasta estar en el primer año de carrera para que se publicara El amor en los tiempos del cólera. No sabría explicar qué me paso con este autor. Creo que la clave está en que por primera vez fui consciente de que me fascinaba lo que se contaba y cómo se contaba. Descubrí aquello que afirmaba Sartre de que “nadie es escritor por haber decidido decir ciertas cosas sino por haber decidido decirlas de cierta manera” y creo que empecé a tener voluntad de selección. Después vinieron muchos otros descubrimientos como Crimen y Castigo, La Regenta, Pedro Páramo, tantas veces releído, fragmentos de Rayuela, Borges, Tiempo de silencio, Faulkner y tantas y tantas lecturas que se entrecruzan con tantos momentos, con tantos lugares, con tantas personas.

Tras el descubrimiento de la forma fue fácil caer en los brazos de la poesía, género al que había tenido mucho menos acceso hasta entonces. Fue en la biblioteca pública de Cáceres donde descubrí el pasillo de la “P” y ya me quedé atrapada para siempre entre Garcilaso y San Juan de la Cruz, Quevedo y Lope de Vega, José Martí y Darío, Rosalía de Castro, Machado, Juan Ramón Jiménez, Lorca, Cernuda, Aleixandre, Neruda, Miguel Hernández, Blas de Otero y tantos otros. Las bibliotecas son sin duda uno de los mejores inventos de la humanidad.

La lectura es tremendamente subversiva. Desde que abrí de forma libre y por puro placer el primer libro, me convertí en una persona distinta, con aspiraciones distintas a las que tenía antes. No me preguntéis por qué lo supe, pero lo supe. Ya no volví a ser la misma. Ya no quería las mismas cosas que quería antes. Y cuando acabé ese primer libro, el objetivo principal fue conseguir otro, de manera que desde aquel lejano momento de mi infancia hasta este 23 de abril de 2009 puedo decir que siempre he estado leyendo o releyendo al menos un libro y muchas veces dos y tres. No descubro nada que no sepa ya cualquier lector. Hay quienes leen un libro y no pasa nada; puede que vuelvan a leer otro el verano siguiente. Pero hay quienes comienzan a leer y ya no ven la forma de parar. Es fácil reconocerlos. Es esa gente que siempre lleva un libro en el bolso o en la cartera, que no puede emprender un viaje sin dos o tres libros porque sabe que habrá tiempo de leer, que puede olvidarse en casa todo pero nunca el libro.

La lectura es un misterio. Fui la niña que escudriñaba las letras hasta extraerles el significado, la adolescente que ocultaba su rostro tras un libro, la joven que recorría los pasillos de todas las bibliotecas de todas las ciudades en las que ha vivido, la mujer que leía en el autobús y en el metro, la profesora que leía en las horas libres, la que celebró los éxitos descorchando otro libro y la que en los días fríos y adversos buscó el calor curativo de las páginas. Nunca he conocido lo que es el aburrimiento. Nunca me he sentido sola. ¿Qué buscamos entre las páginas de los libros? Quizá ser más de lo que somos, guiados por seres excepcionales que nos ayudan a transitar por otros caminos, por otros tiempos, por otras ideas. Buscamos entender el mundo que nos rodea y entendernos a nosotros mismos. En los libros está lo que queremos ser y también lo que no queremos ser. En los libros conocemos a personajes que nos marcan de por vida, hacemos nuestras sus historias inolvidables, sus momentos intensos de amor, de odio, de venganza, de felicidad, de locura, de bondad y de maldad, de reflexión. De pronto un personaje está viviendo lo que a ti te gustaría haber vivido y habla como a ti te gustaría haber hablado. De pronto un poema te explica lo que tú ya habías sentido y pone palabras en tus labios para que digas lo que en algún momento quisiste decir pero no sabías cómo.

Ahora que resulta tan sencillo acceder a los libros y que yo sigo teniendo las mismas ganas de leer, comprenderéis que solo puedo sentirme afortunada. Gracias a todas y cada una de las personas que pusieron un libro en mis manos: tantos amigos, tantos profesores, tantos compañeros. Gracias a todos los que se han acercado alguna vez a mí y han pronunciado la frase mágica “Tienes que leerte este libro”, que es como escuchar “Érase una vez…” y comenzar de nuevo.

Irene Sánchez Carrón.

3 comentarios:

Elena dijo...

Me quedo con la recompensa de leer un rato un libro después de las obligaciones...es increible cómo los tiempos han cambiado y a veces, lo poco que valoramos lo que tenemos....En mi caso, tengo que animar a mi hija a que lea, que leer lee, pero hoy por hoy, parece mas un castigo que otra cosa...espero se pase pronto esta sensación y quiera leerse un libro por propio convencimiento. Un beso Dudú.

Larrey dijo...

tiempo al tiempo, no podemos pedirles que valoren de niños lo que solo es valorable de adulto

Larrey dijo...

Tienes muy dejado esto ¿no?